domingo, diciembre 27, 2015

Bertram Kastner (1) - El precio de una nueva vida

Esta es la historia de Bertram Kastner, un periodista de investigación cuya vida da un giro radical, sin recordar nada sobre el origen de ese gran cambio. Para no poner en peligro a su familia y averiguar más sobre lo que le ha ocurrido, el protagonista decidirá alejarse de su hogar. Aunque pronto descubrirá una sociedad que ha permanecido secreta durante siglos que podría darle las respuestas que necesita.

Al ser un relato interactivo, los lectores pueden influir en la toma de decisiones del protagonista, participando con sus votos y comentarios en el devenir de la historia y en el éxito o fracaso de sus personajes.


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 Tendido boca arriba en el rincón de un polvoriento y ruinoso atrio, el magullado cuerpo del periodista e investigador Bertram Kastner yacía inmóvil. Cualquiera que presenciara aquella escena no dudaría ni un segundo en darlo por muerto; en parte, lo estaba. Lentamente, los dedos de las manos comenzaron a arquearse; temblorosos, sus movimientos iban cada vez a más, llegando a trasladar su tensión a los músculos de los brazos. Sus piernas no tardaron demasiado en mostrar síntomas de vida, quedando una de ellas con la rodilla flexionada.


 Como si despertara con la resaca propia de una noche muy extensa y movida, Bertram exhaló un quejido casi inaudible. Finalmente, abrió los ojos. Aún confuso y todavía asimilando los coletazos de la pesadilla que le había atormentado durante los últimos minutos, se incorporó con cierta dificultad. Desde esa posición, comenzó a analizar todo lo que había a su alrededor.

—¿Qué es este sitio? ¿Cómo he llegado hasta aquí? 


 Sentado en el frío suelo cubierto de suciedad, escombros y cristales, contempló minuciosamente las paredes y ventanas de lo que parecía el patio interior de un edificio en ruinas. Sin embargo, su cabeza no colaboraba al intentar recordar algo que le sirviera de explicación a cómo había llegado hasta allí. De repente, sintió una sensación de angustia. Pegó sus manos contra el pecho y se percató de que había algo que no iba bien.

—No... no está latiendo... ¿Qué le ocurre a mi corazón?


 Rápidamente, se desabrochó la parte superior de su camisa y, sin encontrar ninguna herida o cicatriz, deslizó sus dedos por la piel en busca del más mínimo atisbo de ritmo cardíaco. No tardó en descubrir que su cuerpo ya no irradiaba el calor propio de un ser vivo, tal y como había venido percibiendo en sus más de treinta años de existencia. Para más inri, también echó en falta los movimientos que todo ser vivo realiza de forma automática para respirar.

—¿Qué clase de pesadilla es esta? Es como si estuviera muerto en vida...


 Agitado e inspirando aire de forma exagerada a la vez que inútil, buscó desesperadamente un trozo de cristal de entre todos los que había a su alcance que fuera lo suficientemente grande como para poder ver su reflejo en él. Disponiéndolo frente a sí mismo, consiguió visualizar un leve destello de su rostro en medio de toda aquella negrura.

—No parece que me haya convertido en un espíritu... ni tampoco en un monstruo o un muerto viviente... —caviló sin dejar de analizar el aspecto de su cara, influenciado por las efímeras imágenes que recordaba de la pesadilla que vivió antes de despertar.


 Después de tragar saliva y hacer varios amagos, reunió el valor suficiente para hundir una de las puntas del cristal en la palma de su mano. A la misma vez que experimentaba un dolor punzante propio del corte que se estaba provocando, un fino hilo de sangre empezó a brotar. Bertram soltó el cristal, quedando absorto con la visión del líquido carmesí que de allí manaba. Instintivamente, acercó su boca hacia la herida, absorbiendo y lamiendo todo rastro del plasma rojizo. De manera inmediata, la hemorragia cesó, sin quedar rastro del tajo ni de cicatriz alguna.


 Sin embargo, ese gesto también supuso la desaparición de la conciencia del periodista, quedando relegada a un irrelevante segundo plano. En su lugar, una mentalidad salvaje y primigenia tomó las riendas de su ser, alimentada por el instinto que lleva a todos los animales a buscar sustento con el que sobrevivir. Desbocado ante un dolor abrasador en su garganta y como si se tratara de una bestia enjaulada, comenzó a recorrer el atrio de un lado a otro sin encontrar ninguna abertura además de la que le permitía contemplar el cielo, a más de quince metros de altura. Tras reparar en un portón de madera desvencijada y anudado con una cadena oxidada, no dudó en embestir hacia él para atravesarlo violentamente, provocando una lluvia de astillas y retazos de madera.


 Excitado por su gesta y aumentando sus ansias por seguir bebiendo otra sangre que no fuera la suya, se dio una tregua en mitad de la parte interior del inmueble. La oscuridad en torno a él estaba cortada por unos atrevidos halos de luz que entraban a curiosear a través de unas ventanas mal tapadas por tablas desgastadas de conglomerado. Concentrado en su posición, hasta sus oídos llegaba un ritmo constante y acelerado que se asemejaba al redoble de un tambor de guerra. Ayudado por un sentido sobrenatural hasta entonces desconocido para él, pudo identificar el latido del corazón de alguien que trotaba a escasa velocidad por la calle aledaña. Tras calcular el momento preciso en que debía hacerlo, arrancó a correr hacia el ventanal más desprotegido para estrellarse y saltar a través de él. Ya en el exterior del edificio, se abalanzó sobre el sorprendido deportista, quien quedando paralizado ante tal aparición, no llegó a identificar con claridad lo que se le venía encima.


 Rodeando el cuerpo de su víctima con los brazos, como si de una serpiente se tratase, Bertram le hincó sus afilados colmillos en el cuello, quedando ambos de rodillas en plena calle. A través de la perforada yugular, la sangre escapaba a toda presión, inundando la boca del poseído periodista, totalmente ajeno al acto que estaba perpetrando.


Mientras tanto, su mente le llevó a un lugar que no tardó en reconocer. Se encontraba rodeado por un constante griterío de niños, frente al colegio donde estudiaba su hijo. Aunque no acertó a verlo entre la multitud, eso le permitió recobrar la consciencia sobre sí mismo.


 Sintió una horrible sensación al verse enganchado del cuello de otra persona, a pesar de estar disfrutando del sabor de su sangre. Hizo varios esfuerzos por retirarse hacia atrás, pero el ansia por seguir bebiendo frenaba sus intenciones. Tras una dura pugna con su bestia interior, consiguió extraer sus colmillos mientras que con la lengua lamía la piel y limpiaba los restos de plasma sanguíneo. Tomó algo de distancia, desde la que pudo presenciar cómo su víctima se retorcía de dolor sobre las baldosas del suelo.

—¿Qu-qué es lo que he hecho? —Bertram se acercó a su víctima para comprobar en qué estado se encontraba. Pero con un nuevo envite de desenfreno, se vio tentado de volver a morderle el cuello.


Se levantó de un salto para evitar otro ataque en contra de su voluntad. Fue en ese momento cuando descubrió que, fruto de ese desenfreno, tenía una buena parte de su camisa empapada de sangre.

—¿En qué clase de monstruo me he convertido? —Su cuerpo temblaba al pensar en lo que era capaz de hacer si perdía el control.


 Miró otra vez a su víctima, la cual agonizaba hacia a una muerte irremediable. Se sentía en la obligación de hacer algo por salvarle, pero cada vez que hacía el amago por acercarse sentía el deseo de seguir bebiendo su sangre. Intentó encontrarle sentido a la visión que había contemplado frente a la escuela de su hijo, pero solo logró preocuparse por el peligro que él mismo suponía para sus seres queridos.

—Siento dejarte así. Pero he de averiguar qué me ha ocurrido y evitar hacer daño a más gente inocente como tú —se lamentó Bertram, dando varios pasos hacia atrás a la vez que comprobaba que no había nadie por los alrededores.


Bertram emprendió la huida, deteniéndose en la cabina telefónica más cercana. Desde ahí llamó al servicio de emergencias con la esperanza de que pudieran hacer algo por salvarle la vida a aquel hombre. Aunque aquello no le sirvió para tranquilizar del todo su conciencia.


 Continuó recorriendo el camino a casa a toda velocidad y enseguida reconoció las calles de su vecindario, hasta plantarse antes de lo previsto frente a su hogar. Era consciente del peligro que suponía para su propia familia, pero tenía que cambiarse de ropa y limpiar todo rastro de sangre de su cuerpo para ocultar el crimen. A esas horas, su mujer y su hijo debían estar durmiendo, por lo que si no hacía ruido, podría minimizar el riesgo de que se acercaran a él.


 Al sacar de su bolsillo el manojo de llaves y ver la de su coche, se percató de que éste no se encontraba aparcado en el espacio del jardín reservado para ello.

—¿Dónde está el coche? Lo necesito para irme de aquí cuanto antes... —se cuestionó sorprendido por la ausencia de su vehículo.


 Pero un dolor repentino y punzante le agujereó la cabeza, provocando que cayera de rodillas junto al felpudo de la entrada. Se echó las manos sobre la frente para intentar contener esa sensación, hasta que ésta desapareció; de la misma forma que lo hizo el pensamiento de que su coche debería estar allí.


 Cuando consiguió reponerse, recogió las llaves del suelo y se centró en acceder a su hogar sigilosamente. Una vez dentro, se dirigió al piso superior para echar un vistazo a las habitaciones donde debían estar su mujer y su hijo durmiendo. Sin embargo, su familia no estaba allí. Antes de llegar a preguntarse el porqué de esa ausencia, el recuerdo de verlos preparar las maletas para partir a casa de sus suegros brotó en su mente.

—Qué extraño es todo esto, si sólo van a casa de los padres de Ingrid cuando yo tengo que irme de viaje por trabajo. Juraría que hace un rato ellos estaban aquí y yo sólo he salido para tirar la basura. ¿En qué momento he llegado a ese edificio en ruinas...? —intentó razonar Bertram bastante confundido, justo antes de desmayarse debido a otro repentino episodio de dolor intenso en su cabeza.


 Al cabo de unos minutos, despertó sin darle mayor trascendencia a su desvanecimiento, pero con una idea rondando sus pensamientos: abandonar la ciudad de Vennysbourg antes de que su familia regresara a casa. Era innegable que había sido convertido en algo que coincidía con muchas de las descripciones atribuidas a los vampiros en la ficción. Y por lo que ya había comprobado, iba a ser demasiado complicado hacer una vida normal en familia.

—Debo averiguar qué me ha ocurrido, por si hubiera alguna manera de revertirlo y poder volver a la normalidad. Pero aquí no, he de hacerlo en otro lugar.


 Se levantó del suelo del pasillo sobre el que estaba recostado y deambuló hacia el cuarto de baño para limpiarse todo resquicio de sangre de su cacería previa. En cuanto terminó de asearse y de vestirse con una nueva muda, encendió la chimenea del salón. Se sorprendió a sí mismo al mostrar un temor inusual ante el fogonazo que pronto comenzó a consumir la leña. Recordó haber visto en alguna que otra película que, además de por la luz del Sol, los vampiros podían morir al prenderse y arder por el fuego. Con cautela y desde una distancia prudencial, arrojó la camisa manchada para que la lumbre la redujera a cenizas.


 Mientras esperaba a que las llamas hicieran su trabajo, consultó la hora echando un vistazo a su reloj de pulsera. Sin embargo, no le convenció que fueran casi las nueve de la noche tal y como indicaba el artilugio, por cómo recordaba haber visto de vacías las calles. Decidido a resolver esa incertidumbre, se encaminó hacia el despacho para cotejar el tiempo con el reloj de pared que se encontraba allí. Éste marcaba las seis menos dieciocho minutos de la mañana.

—Esto me parece más razonable, aunque no me da margen para encontrar otro lugar a donde ir antes de que amanezca —murmuró mientras ajustaba las manecillas de su muñeca.


 Mirando de soslayo hacia la mesa, reparó en un folio que incluía trazos de colores diversos y alegres. Ya era tradición para Bertram el encontrarse con uno de los dibujos de su hijo al volver tras varios días de viaje por trabajo. El niño utilizaba hojas de papel con agujeros perforados en el margen para poder añadir sus obras anillándolas al calendario de escritorio de su padre. Y siempre tenía el detalle de dejarlos sobre el día en el que éste tenía prevista su vuelta. Sonriendo al verse representado en el dibujo, contempló cómo aparecía agarrando la bicicleta que llevaba el pequeño. Leyó la petición que éste le hacía para que le enseñara a ir sin ruedines tras su retorno. No pudo evitar reírse al ver cómo esos accesorios que tanto avergonzaban al niño aparecían señalados por una flecha y aparecían arrumbados en mitad de la calle. Aunque su semblante se tornó triste y serio en cuanto fue consciente de que no podría disfrutar de aquella experiencia con su hijo.

—No entiendo porqué me ha hecho este dibujo, si no he salido de viaje... —se planteó conforme notaba cómo la cabeza le daba vueltas y le dolía de nuevo—. Sea como sea, no me pueden encontrar aquí cuando vuelvan. De lo contrario, me será complicado justificar mi marcha.


 Preocupado por el bienestar de su familia, echó un vistazo al día que marcaba el calendario. Como si se le acabara de encender una bombilla, alcanzó una de las agendas apiladas en su mesa y comenzó a hojearla mientras rodeaba el escritorio. Tras tomar asiento, descolgó el teléfono y marcó el número de su amigo Alger Furst, antiguo compañero de facultad y del servicio militar. Seguramente, éste no tendría reparos en darle alojamiento durante varios días en su casa de Stuttgart. Y, por descontado, no sería tan vulnerable como sí lo era su familia ante una eventual pérdida de control en favor de su bestia interior.


 Tras acordar con él en viajar tomando el primer tren nocturno hacia su ciudad y verse en la estación tras su llegada, Bertram se despidió y colgó el auricular. Pensativo, giró el sillón y dirigió la mirada hacia una de las estanterías colmadas de libros. Localizó un par de su interés y los dejó sobre el escritorio. Rápidamente, tras mirar de nuevo su reloj, recorrió toda la vivienda, cerrando las cortinas para mitigar la entrada de la luz solar una vez que amaneciera. Preparó una maleta mediana con un par de mudas de ropa y algunos cuadernos, como su agenda. Por último, llevó varios de los cojines del sofá y los libros que había elegido al cuarto de aseo donde se encerró.


 Allí permaneció durante toda la mañana y tarde, resguardado y a salvo de los rayos del Sol. A pesar de encontrarse aletargado y cansado, le costaba pegar ojo. Y cuando conseguía hacerlo, no tardaba en despertar sobresaltado por las pesadillas en las que se veía envuelto; algunas de ellas involucrando también a su mujer, a su hijo, al hombre que atacó e incluso a su amigo Alger. El resto del tiempo, lo consumió devorando una novela de John William Polidori, sintiéndose horrorizado con la idea de convertirse en alguien tan cruel como Lord Ruthven, uno de sus protagonistas. A su mente volvió la imagen del desconocido al que había desangrado la noche anterior, lamentando su deleznable comportamiento al salir huyendo de aquella escena.

—Debo evitar que haya más víctimas. Necesito volver a ser el que era y salir de este mal sueño en el que me encuentro.


 Conforme se acercaba la hora de la puesta de Sol, aumentaba la frecuencia con la que Bertram consultaba el reloj de su muñeca. Generalmente, su mujer e hijo volvían sobre las siete de la noche las veces que pasaban un tiempo en casa de sus suegros. Tras guardar los dos libros que tenía consigo en la maleta, se dispuso a abandonar su refugio. Cautelosamente, abrió la puerta del cuarto, sintiéndose aliviado de que su reloj no le hubiera vuelto a jugar una mala pasada. Sin pensárselo dos veces, abandonó su improvisado dormitorio y procedió a dejar las cortinas de toda la casa como estaban originalmente. También devolvió los cojines del sofá a su sitio y retiró los restos de ceniza de la chimenea. Terminando en el despacho, volvió a dejar dentro de las anillas de su calendario el dibujo de su hijo. Sin embargo, tras una breve reflexión, recapacitó y decidió incorporarlo a su equipaje.

—Algún día volveré. Os quiero mucho —se despidió de su familia dedicándole unas palabras a la fotografía enmarcada sobre el escritorio, deslizando sus dedos con cariño por los rostros de su mujer y de su hijo.


 Con todo su pesar, abandonó el hogar y se alejó con premura. A una distancia prudencial, echó un último vistazo atrás, reanudando su marcha antes de que pudiera arrepentirse de su dura elección.

*****



 Durante gran parte del trayecto en tren, estuvo lamentándose de no haber podido abrazar una vez más a sus seres queridos o al menos, haberles dedicado un simple adiós. Aún guardaba la esperanza de curarse de aquella maldición y en no llegar a convertirse en un monstruo incontrolable que pudiera dañarles.








Ahora os toca a vosotros tomar una decisión. ¿Debe Bertram desvelar que es un vampiro a su amigo Alger cuando llegue a Stuttgart?

Hoy, tres opciones:

A) Sí, piensa que eso facilitará las cosas ya que va a acogerlo en su casa.
B) No, aunque irá preparando a Alger para cuando llegue el momento de contárselo.
C) No, nadie debe saberlo. Pero necesitará darle una excusa de su viaje.

Deja un comentario con la opción elegida. Opcionalmente, puedes detallar tu respuesta.


Nos vemos en Stuttgart.

9 comentarios:

  1. Opción C.

    Habría que ver las noticias, para ver si la camarilla ha tapado el incidente. Si hay noticias de un ataque vampírico no convendría ir diciéndolo por ahí... si no lo hay, siempre se puede recurrir a la excusa de una especie de porfiria.

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  2. Yo voto por la opción B. Después de todo va a verlo para buscar una solución.

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    1. Eliminado por estar duplicado y así no contarlo doble :D

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  4. Voto por la B!!
    Metamos más gente para morir 😝😝😝

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  5. Registrada la opción B. Gracias por participar.

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  6. Se cierran las votaciones. Muchas gracias a los que habéis participado. En unos días, la continuación de la historia.

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