Esta es la 1ª página del relato interactivo de Bertram Kastner vista desde la perspectiva de Alger Furst, basado en el juego Vampiro La Mascarada. Puedes participar en los comentarios decidiendo sus siguientes pasos. También en el hilo de Twitter y en la publicación correspondiente de Wattpad.
Expectante, Alger permanecía inmóvil, sentado en la camilla de la ambulancia, con la certeza de estar afrontando los últimos segundos de su vida. Justo antes, el conductor había sido ejecutado a pesar de haber implorado clemencia mientras huía, sin haber alcanzado a comprender a qué se debía ese repentino ataque.
La mujer que le había estado atendiendo durante el trayecto también fue obligada a salir de la ambulancia, corriendo la misma suerte. Un disparo a bocajarro acabó de forma instantánea con la vida de ésta, una vez que sus pies tocaron el árido camino de arena y polvo en el que se encontraban.
A continuación, le llegó el turno a Alger quien, con la resignación de no haber encontrado nada con lo que defenderse y contraatacar, degustaba sus recuerdos más preciados antes de despedirse de este mundo. El miliciano que había detenido la ambulancia le apuntaba con su rifle, a la vez que le profería amenazantes gritos para que también abandonara el vehículo.
—No quieres que te manchemos el interior con nuestra sangre porque seguramente después te obliguen a limpiarlo. Pues vas a tener que frotar mis sesos, porque de aquí no me voy a bajar si no es con una bala en la cabeza —le inquirió de forma desafiante señalando su propia frente, como si el soldado fuera capaz de entender su idioma.
Antes de que este perdiera la paciencia, comenzó a escucharse una nueva refriega de disparos por las callejuelas de la aldea derruida que estaban atravesando. El combatiente se giró dando alaridos y respondiendo con disparos de su arma, aún sin localizar a sus enemigos y desperdiciando su munición.
Saltaba a la legua su falta de experiencia en el arte de la guerra. Al igual que le había ocurrido a la mayoría de sus compañeros, este conflicto le había arrebatado una buena parte de su adolescencia. Los últimos cinco años los había pasado arrojando piedras y sirviendo de escudo humano ante las incursiones del ejército iraní. Recientemente, le habían reclutado de manera oficial en la milicia, proporcionándole un rifle que había pertenecido a diferentes combatientes ya fallecidos, con el objetivo de defender los territorios cercanos a Basora.
Desgraciadamente, su carrera militar se vio truncada en aquel momento, al recibir un disparo certero en el cuello. Sin embargo, lo que para el inexperto soldado suponía una agónica muerte desangrándose en el suelo, para Alger era la salvación. Más concretamente, la segunda vez que había escapado de la muerte en aquella jornada.
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Unas horas antes, mientras hacía su reporte matinal de guerra mediante conferencia telefónica al periódico en el que trabajaba, varios misiles de tierra iraníes asolaron la aldea de Al Seeba. Multitud de edificios y hogares se vinieron abajo, sepultando a prácticamente toda su población.
Maltrecho, con su brazo izquierdo salpicado por la metralla y el resto del cuerpo golpeado por los escombros, consiguió salir a la superficie sin dejar atrás su preciada bandolera donde la cámara fotográfica que le acompañaba permanecía intacta.
Deambuló durante varios minutos entre las ruinas, gritando para alentar a otros supervivientes a que hicieran lo mismo para poder localizarlos. A su vez, iba registrando aquella barbarie sobre la población civil con su incansable objetivo. En seguida escuchó las primeras voces de otra gente que pedía ayuda o que conseguían quitarse de encima los escombros.
Comenzó a retirar cascotes y pronto se le unieron otros tantos a ayudarle en las labores de rescate. Consiguieron encontrar con vida a un centenar de personas, mientras que también certificaron la muerte de una docena de otros que no habían tenido tanta suerte. Entre los llantos de dolor de la gente por la pérdida de sus seres queridos, irrumpió el ruido de motor y sirenas de las ambulancias y otros vehículos de los lugareños, que se encargaron de trasladar a los heridos a los hospitales de campaña más cercanos.
Alger prefirió aguardar hasta asegurarse de que los que estaban más graves que él, e incluso los más leves, fueran trasladados. La gente del lugar agradecía a aquel variopinto extranjero de pelo rubio por cómo se había implicado con ellos, formando parte de las labores coordinación y rescate de su pueblo. Le habían conseguido extraer varias esquirlas, pero su caso requería de una atención en mejores condiciones para poder sacar los trozos de metralla que habían entrado de lleno en su brazo.
Sin embargo, no llegó al destino que esperaba para ser atendido.
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La vida del miliciano ya se había extinguido mientras esperaba pacientemente a que los disparos que se escuchaban por la zona se apaciguasen, en contraposición a la tormenta de arena que arreciaba el lugar. Sentado en la camilla, podía observar cómo éste no había soltado el rifle, manteniéndolo agarrado con ambas manos y llevándolo asegurado alrededor de su cuerpo con una banda que parecía pertenecer al cinturón de seguridad de un coche.
—Elegiste el mal camino, muchacho. Disfruta de tu preciado rifle hasta que otro que esté dispuesto a seguir matando en esta guerra te lo arrebate —le sentenció Alger, intentando que quien estuvo a punto de ser su verdugo aprendiera la moraleja después de muerto.
Fue entonces cuando se atrevió a asomarse por la puerta de la ambulancia, pudiendo divisar los otros dos cadáveres, a los que les dedicó una especie de rezo en voz baja.
Contó hasta tres antes de saltar fuera de la ambulancia. Antes de echar a correr hacia el bloque de edificios más cercano, despojó al guerrillero del pañuelo con el que se protegía de las inclemencias meteorológicas.
—Esto me hace más falta a mí que a ti. Lo siento, me lo llevo.
Los remolinos de viento de la tormenta de arena que asolaba la región complicaban su avance, ya que las partículas en suspensión abrasaban sus ojos.
—Al menos, ellos también lo tendrán difícil para verme —pensó Alger refiriéndose al resto de guerrilleros que pudiera haber, mientras avanzaba hacia un edificio con las puertas reventadas.
Una vez en el interior, destapó su boca y aprovechó para tomar una profunda bocanada de aire. A pesar de las altas temperaturas, se quedó helado al ver una multitud de cadáveres tendidos en el suelo. No presentaban evidencias de haber muerto por las balas, sino de haberlo hecho por respirar un gas venenoso.
Al presidente de aquel país no le temblaba el pulso a la hora de utilizar a la población civil para acabar con el ejército enemigo, independientemente de que con ello se llevara por delante a un buen número de inocentes compatriotas.
—Esto tiene que saberse. Su pueblo debe hacérselo pagar algún día —masculló Alger conforme tomaba varias instantáneas del lugar.
De repente, escuchó voces en lo que parecía un patio trasero. Echó el cuerpo a tierra para evitar ser visto a través de las ventanas, cuyas jarapas se encontraban en el suelo. Pudo ver a tres soldados y lo que parecía ser un prisionero. Se trataba de un muchacho un poco más joven que el asaltante de la ambulancia. Se encontraba en paños menores y maniatado, con la piel en carne viva. Le habían colocado una especie de saco en la cabeza, lo que seguramente significaría que lo iban a ejecutar.
Uno de ellos no paraba de gritarle y golpearle con la culata de su arma ante la atenta mirada de otro de sus compañeros; mientras que el tercero se dedicaba a llenar una especie de balde con el agua del aljibe. Alger hizo varios disparos con su cámara mientras pensaba cómo podría nivelar la injusticia que estaba presenciando. Reparó en el rifle del miliciano caído junto a la ambulancia, pero no le gustaba la idea de poder causar la muerte a otro ser humano con ese arma, por mucho que la mereciera.
Antes de salir a por el arma, vio al lado de la puerta una especie de cepillo con el que podría atacarles sin peligro de matarlos. Al ver las escaleras que conducían al piso superior, se le ocurrió improvisar una suerte de hatillo con una de las jarapas, en las que colocó varios enseres como platos y jarras, con la idea de arrojárselos desde arriba. También se hizo con un cuchillo que había sobre la mesa que sólo utilizaría como último recurso. Antes de subir los peldaños de adobe, se volvió a colocar el pañuelo sobre su boca para poder afrontar la persistente tormenta de arena.
Desde la habitación de arriba, podía ver a la perfección cómo dos de los soldados increpaban al muchacho y sumergían su cabeza cubierta en el barreño de agua. Si no actuaba pronto, lo iban a ahogar.
Con toda la rabia que le producía aquella situación, no dudó en agarrar uno de los cascotes diseminados por la estancia, cuya pared estaba semiderruida. Por suerte, los soldados no podían verle en ese momento y pudo arrojarlo sobre la espalda de uno de ellos, alcanzando de lleno su objetivo. No se quedó asomado para comprobar la reacción de los otros dos, tirándose al suelo para desaparecer de su campo de visión.
—Alger, sólo a ti se te ocurre meterte en este lío —se dijo a sí mismo, percatándose de que no había planeado qué hacer con los otros dos soldados—. Eres un simple fotógrafo y no un super héroe.
No tardó en escuchar los gritos de éstos, entendiendo la parte en la que hacían referencia a su posición en la vivienda.
Aunque parece que ha dejado fuera de combate a uno de los hombres, todavía ha de enfrentarse a los otros dos. ¿Qué decidirá hacer Alger para salir de esta situación lo más airoso posible?
A) Lanzarles el contenido de la jarapa sin llegar a asomarse
B) Esperar a que suban a donde está para atacarles con la vara del cepillo
C) Bajar las escaleras para intentar escapar de ahí antes de que entren
D) Descolgarse por una ventana de la fachada del edificio
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